Esto quedó escrito por mi abuelo, Mario López Aguado (el yayo), cuyo recuerdo aún me abraza y me cubre de ternura. Son apuntes breves y hasta cierto punto inconexos, que parecen destinados más a mantener vivo el recuerdo de lo que pasó para nosotros, sus nietos y nietas, que a dejar un testimonio para una posteridad desconocida.
(Cuando
el Yayo "Pasó", internet era aún un fenómeno
prescindible. Creo que le hubiera gustado ese aspecto que aún
permanece de la Red como difusor igualitario de conocimientos e ideas
sin barreras).
Debe
tenerse en cuenta que esto se escribió "a toro pasado". De
los padecimientos para sobrevivir y sacar adelante una familia en
plena postguerra y durante toda la dictadura fascista, máxime siendo
un Rojo, nada dejó escrito. Aunque quizá hable de ello más
adelante, a través de de los recuerdos de mi padre y mis tíos.
Entre
líneas me temo que es fácil adivinar las privaciones, el miedo y el
dolor de aquel muchacho que vió su vida truncada (y él entonces no
adivinaba en qué medida su mundo no volvería jamás) y se encontró
envuelto en la peor de las violencias, la de una guerra civil, entre
vecinos y familias, para mayor gloria de quienes sólo ansiaban
mantener o ampliar sus privilegios al precio de la sangre, el odio y
la miseria ajenas.
Aún no
hemos recuperado el espíritu de hermandad, el ansia de un futuro
mejor y compartido, y la alegría de las libertades conseguidas que
la II República auguraba. Nos queda al menos la obligación y el
deseo de no olvidar.
Esta es
la "Voz" de mi abuelo, conservada en un puñado de
cuartillas escritas a máquina:
Transcurría
el año 1938 en plena guerra civil española. Acababa de incorporarme
a mi quinta, la última movilizada por el ejército republicano
afincado en Cataluña, llamada humorísticamente "del chupete",
por estar integrada por muchachos de 17 ó 18 años de edad. La
anterior quinta recibió el nombre de la del "biberón",
compuesta por otros mozos un año más "viejos".
Después de
un período de adiestramiento en la retaguardia, fuimos incorporados
al grueso del ejército que operaba en Cataluña, concretamente en
las provincias de Tarragona y más tarde en la de Lérida, cerrando
filas con los veteranos destinados a estas provincias y que procedía
de distintos lugares de la España republicana.
La primera
experiencia bélica en la que participé fue en el paso de las tropas
de aquel sector, de una a otra orilla del río Ebro, que se llevó a
cabo entre las poblaciones de Flix y Ascó, en la provincia de
Tarragona, operación que transcurrió con relativa calma, aunque con
gran expectación y nerviosismo por los novatos e inexpertos
soldados.
A esta
siguieron otras experiencias, como la que aconteció no mucho después
de la anterior.
Se me
destinó esta vez, con otros compañeros, a efectuar un servicio de
socorro que había de efectuarse desde la segunda línea a un punto
en pleno combate, en una ambulancia destinada a recoger heridos y
transportarlos a un hospital de retaguardia. Al llegar a nuestro
destino, en plena batalla, nos sorprendió un bombardeo de los
temidos aviones italianos "Caproni", lo que nos obligó a
saltar rápidamente de la ambulancia y refugiarnos dentro de las
cercanas trincheras hasta que cesó el bombardeo aéreo.
Al regresar
al punto donde habíamos aparcado la ambulancia, esta había quedado
reducida a un informe montón de hierros retorcidos y humeantes, por
efecto de alguna bomba lanzada por los aviones italianos.
Esta vez, el frente donde me encontraba operando, en las estribaciones de la sierra de La Fatarella, entró en una fase de calma, después de unas semanas de fuerte actividad y bastantes bajas, lo que obligó al mando a relevar las fuerzas afectadas por otras fuerzas de refresco.
De regreso a la retaguardia, arribamos a un pueblo cuyo nombre no recuerdo y nos alojamos por grupos en distintos lugares del pueblo, tales como la iglesia, abandonada, almacenes vacíos y lo que parecía ser el casino. Yo formaba parte de este último grupo. Entramos en una sala muy espaciosa, débilmente alumbrada, y nos dispusimos a ocupar cada uno el sitio que iba a ser nuestro espacio para el descanso en los próximos días que durase la estancia en aquel lugar, hasta que nos destinasen de nuevo a la primera línea.
Al dirigir
la mirada a mi entorno descubrí un gran espejo adosado a una de las
paredes del local, y en el que se reflejaban las figuras de varios de
los ocupantes del salón en el que nos encontrábamos. De pronto, me
llamó la atención uno de los personajes reflejados en el espejo, el
que estaba más cerca de mí, lo que me llevó a acercarme más para
identificarle. Era un muchacho como muchos de los que allí se
hallaban, pero había algo particular y extraño en él. Era muy
moreno, desgreñado, con la barba crecida, fruto del mucho tiempo en
campaña, y tenía algo familiar. Intrigado, vi que se movía, yo
imité el mismo movimiento que él y esto se repitió varias veces,
hasta que, de pronto exclamé: Pero... ¡¡Si soy yo!!
Las marchas
a pie, que se prolongaban en interminables kilómetros, eran
agotadoras. Además de la natural fatiga, la sed y el hambre se
hacían insoportables. Cuando arribábamos a algún riachuelo
bebíamos con ansia, pero comida no había, porque siempre estábamos
lejos de poblado hasta el final.
Al
principio de la marcha, cuando todavía no había empezado el
cansancio, cundía la euforia y el buen humor de la tropa derivaba en
alguna canción alusiva a cualquier tema que lo propiciase. En una
ocasión se rumoreó que la marcha a pie de aquel día se debía a
que los camiones que debían trasladarnos a nuestro destino carecían
de gasolina accidentalmente, y con este motivo, la tropa rompió a
cantar a coro una letrilla alusiva:
Si no
tienen gasolina
ocairí,
ocairá
pa hacer
andar los camiones,
ocairí,
ocairá,
si no
tienen gasolina
nos meamos
en los bidones
ocairí,
ocairá
ocairí,
ocairá…
El hambre a
los 18 años es HAMBRE con mayúsculas, y ello nos obligó a
saciarla, en parte, de la forma únicamente posible en aquellas
circunstancias. Caminábamos al borde de un sembrado de cebollas y
este fue el “menú” de aquella mañana. Nos abalanzamos todos a
comer lo que la naturaleza nos ofrecía tan generosamente. Yo odiaba
aquel bulbo y lo volví a odiar después, pero en aquella ocasión me
resultó un manjar exquisito.
Uno de los
distintos destinos que tuve durante la campaña fue en transmisiones.
Se trataba de extender una línea telefónica desde las trincheras
hasta el puesto de mando de la compañía. Un compañero llevaba el
rollo de cable y yo un teléfono colgado de un hombro por una correa.
Mi compañero iba extendiendo el cable por el suelo y yo iba delante
con el teléfono.
Ambos
íbamos expuestos al fuego del enemigo, que en aquel sector se corrió
la voz de que utilizaba balas “dum-dum”, las cuales al llegar a
su destino explotaban y abrían unas heridas mortales de necesidad.
Íbamos corriendo los dos para librarnos de este peligro cuanto
antes, cuando a una distancia relativamente corta fuimos alcanzados
por un proyectil de mortero.
Tal vez por
efecto de la onda expansiva caímos ambos al suelo, y al levantarnos
comprobamos que sólo yo tenía una ligera herida, pero el teléfono
estaba totalmente destrozado y el cable había desaparecido.
El reparto
de la correspondencia era siempre muy irregular, sobre todo cuando
esto ocurría en la primera línea, de modo que al recibir aquel día
las cartas de nuestros familiares fue un acontecimiento para los
destinatarios de las mismas.
Tras leer
la misiva que me había correspondido quise cambiar algunas palabras
con el compañero “cartero”, pero cuando llegué a él lo
encontré caído de bruces en el suelo de la trinchera. Estaba
muerto.
De nuevo en retaguardia, llegó
el 25 de diciembre de 1938 y el mando organizó una comida
extraordinaria de Navidad, para lo que se destinó un local capaz
para toda la tropa, y al final del ágape, aprovechando la euforia
general tras el “buen yantar”, el mando nos sorprendió con una
inusitada novedad: nos presentó a un sacerdote católico, que desde
aquel momento quedaba incorporado al ejército republicano como
“miliciano de la cultura”, y su misión era cuidar de la
biblioteca del pueblo y dar charlas religiosas a la tropa allí
residente. También intervenía en alguna disputa más o menos
violenta entre los soldados, de manera esporádica, etc. Aunque con
cierto recelo fue recibido sin protestas por la soldadesca.
Como premio
a nuestro comportamiento de tantos meses de campaña, al fin se nos
concedió un permiso de veinticuatro horas para disfrutarlo con
nuestras familias residentes en Barcelona o localidades próximas a
ella. Previamente se nos abonó la retribución mensual – 300
pesetas - … y un preservativo para los que quisieran tener un
encuentro amoroso circunstancial, previas las debidas precauciones
higiénicas que el caso requería.
Las
actividades bélicas en todos los frentes republicanos en la zona
donde operaba el Ejército del Ebro, tomaban mal cariz de día en día
y empezaba a cundir el desánimo en las tropas “rojas” como se
les denominaba en el bando franquista.
No
obstante, si la situación era adversa, el valor de los republicanos
mantenía la esperanza de un próximo giro favorable. Así, una
mañana en que mi compañía, la 124, se hallaba apostada en una loma
esperando órdenes de la superioridad para reanudar la marcha hacia
donde fuera más conveniente, oteando el horizonte descubrimos con
gran expectación y entusiasmo, una larguísima caravana de nuestras
fuerzas, compuesta por numerosos camiones repletos de material bélico
unos, y de fuerzas de refresco otros, que al parecer se dirigían a
algún lugar para organizar algún contraataque al enemigo. Entre el
entusiasmo general se alzaron las voces de nuestros soldados que
gritaban: “ ¡No pasarán, no, no pasarán!
La
actividad en los distintos frentes continuaba enconada por ambos
bandos. Se trataba esta vez de tomar al asalto una posición
estratégica que defendían con ahínco y nutrido fuego de fusilería
y ametralladoras los nacionales.
-¡Adelante
muchachos! - gritaba el sargento Matías - ¡Sólo se muere una vez!
- eso es lo que me preocupa – pensaba yo – si se pudiera morir
más de una vez, si tuviéramos siete vidas como jocosamente se les
atribuye a los gatos, no me importaría perder una de las siete…
La guerra en Cataluña tocaba a su fin. El Ejército republicano se rompía por todos los frentes y empezó una dispersión general y un deambular desordenado por campos y carreteras hasta caer en poder del enemigo. Mi grupo se encontró, de improviso, rodeado de soldados nacionales y tuvimos que rendirnos.
Se trataba de soldados marroquíes que enseguida nos sometieron a toda clase de humillaciones. Uno de ellos me arrebató el abrigo (estábamos ya en invierno) e inmediatamente se lo puso, a pesar de que él era bastante más alto que yo, y así se lo dije, pero él contestó: "Yo también estar fino"...
Pronto nos sumamos a una columna de prisioneros e iniciamos una marcha de dos días sin comer ni beber hasta que al llegar a un pueblo ya de la provincia de Lérida, la Guardia Civil nos concedió un descanso y uun rancho, y a continuaciónnos embarcaron hacinados en camiones que nos trasladaron hasta Lérida capital. Allí fuimos transportados hasta un tren de mercancías que, tras un incomodísimo viaje, nos depositó en Zaragoza.
Nos alojaron en un cuartel habilitado expresamente para nosotros y en el que permanecimos un día y medio, tratados más humanitariamente. De nuevo se inició otro traslado en ferrocarril hasta Valladolid, donde enlazamos sin pausa con un estrafalario tren de cercanías que nos depositó en el pueblo castellano de Medina de Rioseco, donde acabó nuestro peregrinar.
Al bajar
del “tren burra”, como se apodaba el tal, desfilamos por las
calles del pueblo, camino de nuestro último destino. Yo, como
consecuencia de las terribles caminatas anteriormente descritas,
tenía los pies llagados, lo que me hacía caminar defectuosamente.
Uno de los que contemplaban el desfile exclamó: ¡Mirad, los “rojos”
reclutan hasta a los cojos!…
Y llegamos
a lo que sería nuestro definitivo destino, lo que podría llamarse
“el campo de prisioneros”; un gran patio capaz para alojar
ampliamente a la totalidad de cautivos.
Ocupando
una parte del mismo, había construidos unos barracones de adobe
destinados a ser nuestro hábitat. Dormiríamos en colchonetas,
dispuestas en el suelo de dichos barracones.
Cada mañana
se nos hacía formar para hacer instrucción militar, al mediodía
formábamos de nuevo en el amplio patio para distribuirnos el rancho,
previo el obligado saludo brazo en alto, al grito de ¡Franco,
Franco, Franco!. Algunos remisos, aprovechando la ocasión gritaban
¡Rancho, rancho, rancho!, y este grito quedaba confundido con el
otro por mayoría.
Por su
parte, el cura castrense formaba a los prisioneros y les obligaba a
cantar a coro el “Cara al Sol”, el himno característico de la
España nacional. Cuando alguien cometía alguna falta disciplinaria,
se le castigaba a cavar letrinas.
La guerra
había terminado con la victoria franquista. El destino final de los
prisioneros era su incorporación paulatina al servicio militar
subsiguiente a su situación de prisioneros, o a pasar una depuración
política.
Mis padres,
residentes temporalmente en Barcelona, consiguieron para mí un
certificado de buena conducta, expedido por su jefe de barrio, con el
que conseguí la libertad plean y mi regreso con los míos justo el
21 de Abril de 1939, el mismo mes y día en que fui movilizado el año
anterior…
FIN
(De aquí en adelante es otra historia más de un republicano superviviente, al que ni siquiera el miedo le arrebató la memoria, en una España oscura que algunos ignorantes o gentes sin alma quisieran de vuelta).
Salud y Anarquía
Salud y Anarquía