10 feb 2019

Vivencias de un soldado republicano de la guerra civil


Esto quedó escrito por mi abuelo, Mario López Aguado (el yayo), cuyo recuerdo aún me abraza y me cubre de ternura. Son apuntes breves y hasta cierto punto inconexos, que parecen destinados más a mantener vivo el recuerdo de lo que pasó para nosotros, sus nietos y nietas, que a dejar un testimonio para una posteridad desconocida.

(Cuando el Yayo "Pasó", internet era aún un fenómeno prescindible. Creo que le hubiera gustado ese aspecto que aún permanece de la Red como difusor igualitario de conocimientos e ideas sin barreras).

Debe tenerse en cuenta que esto se escribió "a toro pasado". De los padecimientos para sobrevivir y sacar adelante una familia en plena postguerra y durante toda la dictadura fascista, máxime siendo un Rojo, nada dejó escrito. Aunque quizá hable de ello más adelante, a través de de los recuerdos de mi padre y mis tíos.


Entre líneas me temo que es fácil adivinar las privaciones, el miedo y el dolor de aquel muchacho que vió su vida truncada (y él entonces no adivinaba en qué medida su mundo no volvería jamás) y se encontró envuelto en la peor de las violencias, la de una guerra civil, entre vecinos y familias, para mayor gloria de quienes sólo ansiaban mantener o ampliar sus privilegios al precio de la sangre, el odio y la miseria ajenas. 


Aún no hemos recuperado el espíritu de hermandad, el ansia de un futuro mejor y compartido, y la alegría de las libertades conseguidas que la II República auguraba. Nos queda al menos la obligación y el deseo de no olvidar.


Esta es la "Voz" de mi abuelo, conservada en un puñado de cuartillas escritas a máquina:

Transcurría el año 1938 en plena guerra civil española. Acababa de incorporarme a mi quinta, la última movilizada por el ejército republicano afincado en Cataluña, llamada humorísticamente "del chupete", por estar integrada por muchachos de 17 ó 18 años de edad. La anterior quinta recibió el nombre de la del "biberón", compuesta por otros mozos un año más "viejos".


Después de un período de adiestramiento en la retaguardia, fuimos incorporados al grueso del ejército que operaba en Cataluña, concretamente en las provincias de Tarragona y más tarde en la de Lérida, cerrando filas con los veteranos destinados a estas provincias y que procedía de distintos lugares de la España republicana.


La primera experiencia bélica en la que participé fue en el paso de las tropas de aquel sector, de una a otra orilla del río Ebro, que se llevó a cabo entre las poblaciones de Flix y Ascó, en la provincia de Tarragona, operación que transcurrió con relativa calma, aunque con gran expectación y nerviosismo por los novatos e inexpertos soldados.

A esta siguieron otras experiencias, como la que aconteció no mucho después de la anterior.


Se me destinó esta vez, con otros compañeros, a efectuar un servicio de socorro que había de efectuarse desde la segunda línea a un punto en pleno combate, en una ambulancia destinada a recoger heridos y transportarlos a un hospital de retaguardia. Al llegar a nuestro destino, en plena batalla, nos sorprendió un bombardeo de los temidos aviones italianos "Caproni", lo que nos obligó a saltar rápidamente de la ambulancia y refugiarnos dentro de las cercanas trincheras hasta que cesó el bombardeo aéreo.

Al regresar al punto donde habíamos aparcado la ambulancia, esta había quedado reducida a un informe montón de hierros retorcidos y humeantes, por efecto de alguna bomba lanzada por los aviones italianos.



Esta vez, el frente donde me encontraba operando, en las estribaciones de la sierra de La Fatarella, entró en una fase de calma, después de unas semanas de fuerte actividad y bastantes bajas, lo que obligó al mando a relevar las fuerzas afectadas por otras fuerzas de refresco.

De regreso a la retaguardia, arribamos a un pueblo cuyo nombre no recuerdo y nos alojamos por grupos en distintos lugares del pueblo, tales como la iglesia, abandonada, almacenes vacíos y lo que parecía ser el casino. Yo formaba parte de este último grupo. Entramos en una sala muy espaciosa, débilmente alumbrada, y nos dispusimos a ocupar cada uno el sitio que iba a ser nuestro espacio para el descanso en los próximos días que durase la estancia en aquel lugar, hasta que nos destinasen de nuevo a la primera línea.

Al dirigir la mirada a mi entorno descubrí un gran espejo adosado a una de las paredes del local, y en el que se reflejaban las figuras de varios de los ocupantes del salón en el que nos encontrábamos. De pronto, me llamó la atención uno de los personajes reflejados en el espejo, el que estaba más cerca de mí, lo que me llevó a acercarme más para identificarle. Era un muchacho como muchos de los que allí se hallaban, pero había algo particular y extraño en él. Era muy moreno, desgreñado, con la barba crecida, fruto del mucho tiempo en campaña, y tenía algo familiar. Intrigado, vi que se movía, yo imité el mismo movimiento que él y esto se repitió varias veces, hasta que, de pronto exclamé: Pero... ¡¡Si soy yo!!



Las marchas a pie, que se prolongaban en interminables kilómetros, eran agotadoras. Además de la natural fatiga, la sed y el hambre se hacían insoportables. Cuando arribábamos a algún riachuelo bebíamos con ansia, pero comida no había, porque siempre estábamos lejos de poblado hasta el final.
Al principio de la marcha, cuando todavía no había empezado el cansancio, cundía la euforia y el buen humor de la tropa derivaba en alguna canción alusiva a cualquier tema que lo propiciase. En una ocasión se rumoreó que la marcha a pie de aquel día se debía a que los camiones que debían trasladarnos a nuestro destino carecían de gasolina accidentalmente, y con este motivo, la tropa rompió a cantar a coro una letrilla alusiva:

Si no tienen gasolina
ocairí, ocairá
pa hacer andar los camiones,
ocairí, ocairá,
si no tienen gasolina
nos meamos en los bidones
ocairí, ocairá
ocairí, ocairá…


El hambre a los 18 años es HAMBRE con mayúsculas, y ello nos obligó a saciarla, en parte, de la forma únicamente posible en aquellas circunstancias. Caminábamos al borde de un sembrado de cebollas y este fue el “menú” de aquella mañana. Nos abalanzamos todos a comer lo que la naturaleza nos ofrecía tan generosamente. Yo odiaba aquel bulbo y lo volví a odiar después, pero en aquella ocasión me resultó un manjar exquisito.



Uno de los distintos destinos que tuve durante la campaña fue en transmisiones. Se trataba de extender una línea telefónica desde las trincheras hasta el puesto de mando de la compañía. Un compañero llevaba el rollo de cable y yo un teléfono colgado de un hombro por una correa. Mi compañero iba extendiendo el cable por el suelo y yo iba delante con el teléfono.


Ambos íbamos expuestos al fuego del enemigo, que en aquel sector se corrió la voz de que utilizaba balas “dum-dum”, las cuales al llegar a su destino explotaban y abrían unas heridas mortales de necesidad. Íbamos corriendo los dos para librarnos de este peligro cuanto antes, cuando a una distancia relativamente corta fuimos alcanzados por un proyectil de mortero.


Tal vez por efecto de la onda expansiva caímos ambos al suelo, y al levantarnos comprobamos que sólo yo tenía una ligera herida, pero el teléfono estaba totalmente destrozado y el cable había desaparecido.


El reparto de la correspondencia era siempre muy irregular, sobre todo cuando esto ocurría en la primera línea, de modo que al recibir aquel día las cartas de nuestros familiares fue un acontecimiento para los destinatarios de las mismas.

Tras leer la misiva que me había correspondido quise cambiar algunas palabras con el compañero “cartero”, pero cuando llegué a él lo encontré caído de bruces en el suelo de la trinchera. Estaba muerto.



De nuevo en retaguardia, llegó el 25 de diciembre de 1938 y el mando organizó una comida extraordinaria de Navidad, para lo que se destinó un local capaz para toda la tropa, y al final del ágape, aprovechando la euforia general tras el “buen yantar”, el mando nos sorprendió con una inusitada novedad: nos presentó a un sacerdote católico, que desde aquel momento quedaba incorporado al ejército republicano como “miliciano de la cultura”, y su misión era cuidar de la biblioteca del pueblo y dar charlas religiosas a la tropa allí residente. También intervenía en alguna disputa más o menos violenta entre los soldados, de manera esporádica, etc. Aunque con cierto recelo fue recibido sin protestas por la soldadesca.



Como premio a nuestro comportamiento de tantos meses de campaña, al fin se nos concedió un permiso de veinticuatro horas para disfrutarlo con nuestras familias residentes en Barcelona o localidades próximas a ella. Previamente se nos abonó la retribución mensual – 300 pesetas - … y un preservativo para los que quisieran tener un encuentro amoroso circunstancial, previas las debidas precauciones higiénicas que el caso requería.



Las actividades bélicas en todos los frentes republicanos en la zona donde operaba el Ejército del Ebro, tomaban mal cariz de día en día y empezaba a cundir el desánimo en las tropas “rojas” como se les denominaba en el bando franquista.


No obstante, si la situación era adversa, el valor de los republicanos mantenía la esperanza de un próximo giro favorable. Así, una mañana en que mi compañía, la 124, se hallaba apostada en una loma esperando órdenes de la superioridad para reanudar la marcha hacia donde fuera más conveniente, oteando el horizonte descubrimos con gran expectación y entusiasmo, una larguísima caravana de nuestras fuerzas, compuesta por numerosos camiones repletos de material bélico unos, y de fuerzas de refresco otros, que al parecer se dirigían a algún lugar para organizar algún contraataque al enemigo. Entre el entusiasmo general se alzaron las voces de nuestros soldados que gritaban: “ ¡No pasarán, no, no pasarán!



La actividad en los distintos frentes continuaba enconada por ambos bandos. Se trataba esta vez de tomar al asalto una posición estratégica que defendían con ahínco y nutrido fuego de fusilería y ametralladoras los nacionales.
-¡Adelante muchachos! - gritaba el sargento Matías - ¡Sólo se muere una vez! - eso es lo que me preocupa – pensaba yo – si se pudiera morir más de una vez, si tuviéramos siete vidas como jocosamente se les atribuye a los gatos, no me importaría perder una de las siete…



La guerra en Cataluña tocaba a su fin. El Ejército republicano se rompía por todos los frentes y empezó una dispersión general y un deambular desordenado por campos y carreteras hasta caer en poder del enemigo. Mi grupo se encontró, de improviso, rodeado de soldados nacionales y tuvimos que rendirnos.

Se trataba de soldados marroquíes que enseguida nos sometieron a toda clase de humillaciones. Uno de ellos me arrebató el abrigo (estábamos ya en invierno) e inmediatamente se lo puso, a pesar de que él era bastante más alto que yo, y así se lo dije, pero él contestó: "Yo también estar fino"...

Pronto nos sumamos a una columna de prisioneros e iniciamos una marcha de dos días sin comer ni beber hasta que al llegar a un pueblo ya de la provincia de Lérida, la Guardia Civil nos concedió un descanso y uun rancho, y a continuaciónnos embarcaron hacinados en camiones que nos trasladaron hasta Lérida capital. Allí fuimos transportados hasta un tren de mercancías que, tras un incomodísimo viaje, nos depositó en Zaragoza.


Nos alojaron en un cuartel habilitado expresamente para nosotros y en el que permanecimos un día y medio, tratados más humanitariamente. De nuevo se inició otro traslado en ferrocarril hasta Valladolid, donde enlazamos sin pausa con un estrafalario tren de cercanías que nos depositó en el pueblo castellano de Medina de Rioseco, donde acabó nuestro peregrinar.

Al bajar del “tren burra”, como se apodaba el tal, desfilamos por las calles del pueblo, camino de nuestro último destino. Yo, como consecuencia de las terribles caminatas anteriormente descritas, tenía los pies llagados, lo que me hacía caminar defectuosamente. Uno de los que contemplaban el desfile exclamó: ¡Mirad, los “rojos” reclutan hasta a los cojos!…


Y llegamos a lo que sería nuestro definitivo destino, lo que podría llamarse “el campo de prisioneros”; un gran patio capaz para alojar ampliamente a la totalidad de cautivos.

Ocupando una parte del mismo, había construidos unos barracones de adobe destinados a ser nuestro hábitat. Dormiríamos en colchonetas, dispuestas en el suelo de dichos barracones.

Cada mañana se nos hacía formar para hacer instrucción militar, al mediodía formábamos de nuevo en el amplio patio para distribuirnos el rancho, previo el obligado saludo brazo en alto, al grito de ¡Franco, Franco, Franco!. Algunos remisos, aprovechando la ocasión gritaban ¡Rancho, rancho, rancho!, y este grito quedaba confundido con el otro por mayoría.

Por su parte, el cura castrense formaba a los prisioneros y les obligaba a cantar a coro el “Cara al Sol”, el himno característico de la España nacional. Cuando alguien cometía alguna falta disciplinaria, se le castigaba a cavar letrinas.

La guerra había terminado con la victoria franquista. El destino final de los prisioneros era su incorporación paulatina al servicio militar subsiguiente a su situación de prisioneros, o a pasar una depuración política.

Mis padres, residentes temporalmente en Barcelona, consiguieron para mí un certificado de buena conducta, expedido por su jefe de barrio, con el que conseguí la libertad plean y mi regreso con los míos justo el 21 de Abril de 1939, el mismo mes y día en que fui movilizado el año anterior…

FIN 

(De aquí en adelante es otra historia más de un republicano superviviente, al que ni siquiera el miedo le arrebató la memoria, en una España oscura que algunos ignorantes o gentes sin alma quisieran de vuelta).

Salud y Anarquía

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